“Los siete pecados capitales” y “El castillo de Barbazul” en el Teatro Colón : Un horror que asciende
La temporada lírica del Teatro Colón continuó con dos obras de un acto creadas en las primeras décadas del siglo XX, aunque de estéticas muy diferentes. Por Ernesto Castagnino
Escena de Los siete pecados capitales, Teatro Colón, 2022
LOS SIETE PECADOS CAPITALES, ballet cantado en siete escenas de Kurt Weill / EL CASTILLO DE BARBAZUL*, ópera en un acto de Béla Bartók. Función del viernes 30 de septiembre de 2022 en el Teatro Colón. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Puesta en escena: Sophie Hunter. Escenografía y vestuario: Samuel Wyer. Diseño de videos: Nina Dunn. Iluminación: Jack Knowles. Coreografía: Ann Yee. Elenco: Stephanie Wake-Edwards (Anna I), Hanna Rudd (Anna II, bailarina), Adam Gilbert (Padre), Blaise Malaba (Madre), Dominic Sedgwick y Egor Zhuravskii (Hermanos) / Károly Szemerédy* (Barbazul), Rinat Shaham* (Judith). Orquesta Estable del Teatro Colón.
Siete son los pecados capitales y siete son las puertas del castillo de Barbazul. Hasta allí pareciera llegar el punto de contacto entre ambas obras. La ópera de Béla Bartók —creada en 1911 y estrenada siete años más tarde— evidencia la impronta del simbolismo de la primera década del siglo XX y la específica influencia de Pelléas et Mélisande de Claude Debussy, reconocida por el propio compositor. A través de un diálogo entre dos personajes de los que nada se sabe, el libreto de Béla Balázs propone un recorrido emocional que gravita en la profunda soledad del ser humano y su capacidad (auto)destructiva.
Por su parte, el ballet cantado Los siete pecados capitales, fue estrenado en 1933 en París, en el contexto del exilio del compositor de la Alemania nazi. En su última colaboración juntos, Kurt Weill y Bertolt Brecht crearon —como lo habían hecho tres años antes en la ópera Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny— una metáfora sobre los efectos devastadores del consumo y la lógica capitalista sobre la subjetividad. Una cantante y una bailarina representan a la joven Anna —personalidad desmembrada como resultado del sufrimiento— que debe recorrer siete ciudades de Estados Unidos para conseguir trabajo y enviar dinero a su familia. Ese viaje será para ella un camino de degradación y violencia, por las alcantarillas del sueño americano.
Ambas obras exploran los aspectos más oscuros y destructivos de la humanidad y plantean una mirada irremediablemente pesimista, pero el enfoque es radicalmente diferente. Mientras que la ópera de Bartók ubica el principio destructivo en la propia subjetividad —la oscuridad del castillo de Barbazul como metáfora de la soledad y muerte que habita en el hombre— la pieza de Weill denuncia el efecto deshumanizante y mortífero de la explotación, el consumo y la alienación del sistema de producción capitalista. En el primer caso el abordaje podría llamarse psicológico —la destrucción está dentro de cada uno— mientras que en el segundo es sociopolítico: la sociedad capitalista legitima el individualismo, el sometimiento y la violencia, y eso tiene un efecto destructivo sobre la subjetividad.
La dirección escénica de Sophie Hunter ofreció sólo unos pocos puntos de interés. Dentro de un planteo estético minimalista, basado en una paleta cromática limitada al blanco, negro y —previsiblemente— el rojo, se sobrevoló un conceptualismo bastante básico. A partir de una caja negra, algunos elementos escenográficos ofrecían alguna pincelada: en Los siete pecados unas proyecciones de fotografías de partes del cuerpo femenino —otra referencia a la fragmentación— en la estética de Man Ray, una cama y una escalera desplazables eran los escasos elementos escénicos. Sobre el final se proyectaban imágenes actuales de mujeres manifestando mientras la cantante y bailarinas alzaban su puño. En El castillo de Barbazul, la escenografía de Samuel Wyer se limitó a un disco sobre el que se los cantantes caminaban en círculo, con siete “cajas” que hacían las veces de las siete puertas. Otro disco suspendido evocaba un ojo sobre el cual había proyecciones de lo que supuestamente veía Judith al abrir cada puerta. Ni las imágenes diseñadas por Nina Dunn, ni la coreografía de Ann Yee aportaron el necesario factor de impacto emocional en obras donde escasea la acción y abunda el simbolismo.
El pilar más sólido de esta producción estuvo en la dirección musical de Jan Latham-Koenig, quien asumirá en 2023 como director musical del Teatro Colón. Es conocida la afinidad del director inglés con la obra de Kurt Weill de quien realizó grabaciones —hoy referenciales— de gran parte de su obra, durante los años noventa. Esa compenetración se evidenció desde los primeros compases de Los siete pecados capitales con el despliegue de sus filosas y descarnadas texturas orquestales. En la segunda parte, condujo la enorme masa sonora bartokiana, desarrollando el arco continuo e ininterrumpido que va de la oscuridad inicial a la luz que entra desde las puertas abiertas, para nuevamente volver a la irremediable oscuridad. Así lo describía Theodor Adorno en 1922: “…el horror, un horror que asciende, ilumina con un resplandor cegador, se mece en turbias olas, se encrespa furiosamente y en el final, que una vez más se disuelve como un adagio, se esfuma en la noche”.
Tanto sopranos como mezzosopranos han cantado los roles titulares de ambas obras, incluso el de Anna fue encarado por cantantes no líricas. Aún recordamos la versión en concierto que de esta obra ofreció Ute Lemper en 2007 junto a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires dirigida por el mismísimo Latham-Koenig. En esta oportunidad ambos personajes fueron encarnados por dos mezzosopranos con resultados igualmente buenos.
Károly Szemedrédy (Barbazul) y Rina Shaham (Judith) en una escena
de El castillo de Barbazul, Teatro Colón, 2022
Como Anna en Los siete pecados capitales, Stephanie-Wake-Edwards transitó por la ironía, la fiereza y la angustia de ese personaje tan brechtianamente desesperanzado. La familia que espera en Louisiana, una suerte de sátira del cuarteto de barbería, tuvo en Adam Gilbert, Blaise Malaba, Egor Zhuravskii y Dominic Sedgwick un buen desempeño. La bailarina Hanna Rudd como Anna II cumplió con la anodina coreografía. En El castillo de Barbazul, Rinat Shaham dominó cada una de las facetas de Judith: tierna, determinada, exaltada y estremecida, aunque por momentos sobrepasada por la impiadosa orquestación bartokiana. El bajo barítono Károly Szemerédy aportó buen fraseo al atribulado Barbazul.
Un emparejamiento de dos obras estilísticamente distantes, con algunos puntos de contacto en relación a la temática que plantean, resultó en una velada de gran relevancia musical, con un planteo escénicamente olvidable.
Ernesto Castagnino
ecastagnino@tiempodemusica.com.ar
Octubre 2022
Imágenes gentileza Teatro Colón / Fotografías de Máximo Parpagnoli y Arnaldo Colombaroli
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